Bob, el revisor

Bob debe estar más cerca de los sesenta que de los cincuenta. Una cabeza generosa y redonda sostiene unas gafas cuadradas de gruesos cristales. Pelo negro, con entradas a los lados no demasiado pronunciadas que coronan en punta. Alianza en la mano derecha que le aprieta un poco. Estará en torno al metro sesenta y cinco, metro setenta.

Bob es revisor de estación. Después de que un guardia de seguridad asegure que nadie lleva explosivos ni productos inflamantes, los pasajeros llegan hasta Bob para enseñarle el billete para que lo escanee, compruebe que todo está en orden y les indique en qué vía se encuentra su tren. Lo típico que hace un revisor de estación, vamos.

Hoy Bob está ahí cuando llego; su voz que llega desde la cabina me lo delata antes de que le vea. No coincido con él todas las tardes. Todavía no he descifrado el sistema de turnos de la estación, pero me encuentro a Bob cuando cojo el tren de las 19:42, que es los lunes y algunos jueves. Hoy es uno de esos jueves, así que ahí está Bob. Y da la impresión de que él es el causante de la cola que se está formando.

El segurata –¿Lehman? Creo que Lehman es un buen nombre para un segurata de metro noventa– deja pasar a la mayoría de los viajeros, ya que casi todos vamos en manga corta y no parece que llevemos ningún bulto sospechoso; ventajas del buen tiempo. Así que, si Lehman no tiene casi trabajo, lo normal sería que todo fuese rápido.

Sin embargo, Bob no es un empleado más de la estación. Bob es diferente. Siempre cordial, siempre acelerado al hablar, es el que no se contenta con mirar el billete, sino que comprueba todo lo que aparece en él. ¿Le importa enseñarme el carné joven, por favor? El documento de identidad, si es tan amable. Perfecto, muchas gracias: es esta vía”. Cuando veo que está él, voy a la mochila con desgana a buscar los documentos que ya sé que me va a pedir.

Son las 19:37, el enlace hacia La Coruña está a punto de salir y los pasajeros se acumulan, así que a Bob se le ve un poco más nervioso de lo habitual. Pero eso no hace que deje de cumplir ni una de sus rutinas. Dos de las personas que van delante se han confundido, pero disimula bien su exasperación: “No tendría que haber pasado por esta vía, señora. Su tren está en esa otra”; “Vaya a taquilla, si es tan amable, a ver si le pueden ayudar”.

Mi turno. “Hola, muy buenas, permítame su billete, caballero”. Dislexia mediante, tengo antes listo el carné de familia numerosa, así que es lo primero que le entrego: “gracias por traerlo ya preparado, muy amable…” dice, mientras mueve la vista hacia el código QR de mi móvil, por el que pasa el escáner como última comprobación. “Muchas gracias, señor: vía 4”. Un simple “gracias” final, con la segunda a un poco más alargada, es lo único que suelto en todo ese intercambio de veinticinco segundos.

Cuando llego a la vía, el tren ya está ahí. Pero todavía están bajándose pasajeros, así que me pongo a la cola, desde donde puedo ver a Bob, que termina de dar paso a los dos últimos y nerviosos pasajeros rezagados. Bob. El más meticuloso de todos. Qué pereza tener que sacar el carné cada vez que está él. El único con el que tengo que hacerlo. El único que saluda a todos, haga frío o calor, y se contenta con que los pocos que vayan sin cascos le respondan con un monosílabo. Quizá algún día valoremos que seas el que mejor hace su trabajo, Bob.

Me subo al tren, jornada finalizada. Mientras, Bob cambia un par de tornos y se pone con Lehman a atender a los pasajeros de las 19:52 destino Vigo-Guixar. Casi se puede oír un “Permítame su billete, muchas gracias, que tenga buen viaje” desde el otro extremo de la estación.

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