Elogio del amanecer

En bachillerato fui varias veces a casa de C. y J. a hacer de canguro. Era un buen plan: me daban de cenar, tenía excusa para ver dos películas seguidas un viernes por la noche y encima me pagaban. Alguna vez debí cuidar a los niños entre medias, supongo.

Una de esas noches me advirtieron que iban a llegar tarde. Si cuando no decían nada llegaban a mitad de madrugada hablando demasiado alto, sabe Dios a qué hora podían llegar esa vez. Así que pensé un plan para cuando llegaran, que consistiría en subir una pequeña colina que había cerca de casa para ver el amanecer desde ahí. Si hoy hiciera de niñero, pondría en las cláusulas del contrato tener una cama en la casa, que no fuese obligatorio acostarme después de los chavales, e irme a mi casa a media mañana ya duchado y desayunado. Pero en ese momento aún no me había jubilado y pensaba que dormir era una pérdida de tiempo.

Efectivamente, aquella noche llegaron tarde, pasadas las cinco. Pero no lo suficiente como para que resultase tan tentador lo del amanecer. Así que, después de un par de minutos de duda, me fui a casa a perder el tiempo.

Hace pocos días me acordaba de esta escena. Y caía en la cuenta de que no dejé de subir solo por cansancio. Creo que también tuvo mucho que ver pensar que un amanecer normal y corriente tampoco es para tanto. ¿No?

Hay muchas más puestas de sol en nuestras fotos y en nuestros sueños que amaneceres. Quizá sean más bonitas (si queréis podemos hacer una encuesta y lo discutimos), y probablemente influya que a primera hora seguimos durmiendo y es más habitual sentarse por la tarde a ver una. Pero creo que también tiene que ver con que somos una generación de melancólicos empedernidos.

Nuestras conversaciones están llenas de referencias a un pasado idealizado. Los «hace dos años de» los observamos con una media sonrisa con una añoranza que hace que estén exentos de vientos fríos, mosquitos y dolores de cabeza. Hablamos de aquella época para delimitar tan solo unos meses que fueron anteayer, pero de esta forma los alejamos más temporalmente y nos sirve como excusa para no intentar hacer lo mismo que hacíamos entonces. Cualquier tiempo pasado fue mejor, incluso –sobre todo– el no vivido, y el que está por venir nos da miedo. Solo conocemos dos pizzas de la carta y tres bares que no son nada del otro mundo pero con los que nos conformamos. Y ella no olvida a ese chico que nunca supo en qué contextos prefería el verde y en cuáles el azul, mientras que él sigue atascado en aquella niña que ni siquiera le miraba a los ojos cuando hablaban.

El atardecer es más placentero, te exige menos. No te hace madrugar, ni buscar el sitio adecuado en medio de la oscuridad. Te relajas al final del día, miras tranquilamente y dejas que te haga un par de carantoñas al corazón mientras te regodeas en recuerdos medio inventados. Pero después te entra el frío y ya con la sudadera no te llega para abrigarte. Manos a los bolsillos. El amanecer, en cambio, no es complaciente ni se recrea. Es el preámbulo de lo que viene. Atrévete, te susurra.

Ahora bien, si me preguntáis qué le diría a mi yo de diecisiete años que salía de casa de C. y J. un viernes a las cinco de la mañana, sería que hacía muy bien en irse a la cama y que se olvidase de subir la colina. Porque, al llegar arriba, se hubiese dado cuenta de que amanecía por el otro lado. Y es que hay tierras que son más de puestas de sol.

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